martes, 24 de julio de 2012

Soy inocente

Un par de piedras rodaron con una pisada. La niña que corría peligrosamente a orillas del risco parecía feliz por primera vez en mucho tiempo y no le importaba estar corriendo peligro, pues la vista era maravillosa y lo que vendría a continuación sería mejor aún. Antes, sin embargo, debía ser paciente.
Se detuvo a contemplar el horizonte. El aire del verano le soplaba suavemente las mejillas. Las olas rompían suaves en la playa que se veía tan lejana desde ahí, mientras abajo las olas rompían embravecidas sobre los roquerios. Se dio la vuelta y le hiso señas a alguien.
A los pocos segundos una persona apareció por entre las ramas de la vegetación detrás de ella. Era un muchacho delgado y alto. Estaba cansado de la caminata y se lo hiso saber a la niña, que repuso:
-Todavía nos falta seguir caminando.
El joven mostró una mueca pero de todos modos le hiso caso, como decirle que no a ella. Solo se contentaba con que en unos minutos la chiquilla dejaría de corretear, entonces podrían jugar.
Se internaron nuevamente en el espeso bosque, dejando la hermosa vista de hace un momento a sus espaldas. Había un sendero marcado, casi imperceptible entre la gran cantidad de árboles, arbustos y flores silvestres. Cuando ya habían pasado otros quince agotadores minutos llegaron a otro mirador, mucho más pequeño que el anterior. Cuando llegó ella ya estaba aguardándolo.
-Que mal estado físico -Se burló ella.
Le prestó mayor atención. Se veía tan hermosa con su espesa cabellera rubia ondeando al viento y, al fondo, la postal de un precioso atardecer, un día de verano como cualquier otro. 
Pero para la niña de 14 años este sería un día muy especial aunque él todavía no se enteraba. Observó a su alrededor con la mirada ansiosa y luego se fijó en aquel muchacho que se iba acercando. Cuando estuvo frente a ella, él acercó su mano y tocó su mejilla con suavidad. Se perdió en sus grandes ojos azules. Entonces sintió el deseo de besar esos labios suyos, tan suyos desde hace algún tiempo. Ella se resistió con temor. Al principio así fue, se resistió con miedo en todo momento, pero las otras veces que la hiso suya -cuando dejó de ser una niña, quizás sólo de forma física- el temor del principio pasaba a ser resignación. Él podía ver que aún no lo disfrutaba, pero ya lo haría. Porque ella era suya y el miedo tendría que pasar, él sabía que ella lo amaba en la profundidad de su corazón. Si no lo sabía ya se daría cuenta a su tiempo.
Ella miró por sobre su hombro, entonces escuchó hojas moverse a su espalda. Él giró la cabeza y se encontró con otros dos conocidos par de ojos, tan cautivadores como los de ella.
Allí estaban los tres, que sorpresa más grata para él. 
-Que agradable sorpresa -Sonrió a los dos recién llegados.
Ninguno sonrió. La chica se fue acercando poco a poco a ellos y lo observaban con la misma cara de odio, asco y rencor. 
-¿Que sucede? -Preguntó sin quitar su estúpida sonrisa de la cara.
Sin previo aviso uno de los chicos sacó una honda desde el bolsillo de sus desgastados jeans y lanzó una piedra directo a la cabeza del hombre, que cayó como saco de papas sobre la tierra, a orillas del risco. Rápidamente los chicos, en completo silencio, se ocuparon de sus tareas premeditadas. Amarraron los pies del hombre y sus manos, agregándole pesadas piedras en todos los bolsillos de su ropa o sujetando otras con más cuerda. Cuando terminaron, los tres se miraron a los ojos con un extraño brillo de próxima felicidad, estaban a segundos de acabar con tanta tortura.
El hombre se quejó y abrió de a poco los ojos. Sentía un fuerte dolor en la frente y al respirar por la boca pudo saborear su propia sangre. Las tres cabezas de los chicos aparecieron en su visión y, por primera vez ante ellos, sintió miedo.
-¿Q-qué hacen? -Lloriqueó.
-Adios profesor -Se despidieron los tres al unísono.
Enseguida se agacharon para empujar su cuerpo hacia la orilla del risco. Con un fuerte impulso coordinado lograron hacerlo rodar hacia abajo. Los gritos de desesperación se perdieron tan pronto su cabeza dio con las primeras piedras, entonces su cráneo se partió, los huesos del resto de su cuerpo se fueron rompiendo como palitos de fósforos, astillando sus órganos a medida que seguía rodando, más y más rápido. Sufrió como un condenado, los segundos se hicieron eternos hasta que llegó al fondo, directo al agua. El mar azotó su cuerpo contra las rocas de la orilla, siguiendo el martirio. Entonces se fue hundiendo por el peso de las piedras. Cuando tocó fondo la respiración ya se le iba, en un segundo los pulmones se le llenaron de agua salada. Y ahí se quedó para siempre. Nunca lo encontraron. 
La inocencia de aquellos tres chicos se había perdido el día que aquel profesor abusó de ellos. Tan sólo se habían defendido. Habían evitado más sufrimiento y quién sabe, a lo mejor se lo habían evitado a otras victimas. Se habían vengado y podrían irse a casa sin el miedo de preguntarse: ¿Terminará esto algún día?


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